Cultura

Lucrecia Martel: “Las series son un retroceso”

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Lucrecia Martel fue entrevistada por Javier Rodriguez Marcos para el Diario El País de España. Allí virtió algunos conceptos contundentes sobre la industria del entretenimiento, el arte, el cine y el boom de las series. Aquí, la nota completa.

Con tres películas entre 2001 y 2008 –La ciénaga, La niña santa y La mujer sin cabeza- Lucrecia Martel se convirtió en una de las directoras más personales del cine latinoamericano. Tras construir un universo de realismo desasosegante, se lanzó a adaptar El eternauta, un cómic de ciencia ficción mítico en Argentina. La adaptación no cuajó y ella se embarcó en un viaje por el río Paraná. En el barco leyó Zama, la novela en la que Antonio Di Benedetto narró en 1956 la historia de un funcionario de la corona española que, destinado cerca de Paraguay a finales del siglo XVIII, espera su traslado a un destino mejor. Protagonizada por Daniel Giménez Cacho, Lola Dueñas y Matheus Nachtergaele, la película se estrena este viernes en España después de ser aclamada en el último festival de Venecia

“Soy argentino pero no nací en Buenos Aires”. Antonio Di Benedetto, mendocino exiliado en Madrid durante la dictadura militar, incluyó esas ocho palabras en su autobiografía. Sentada en una sala barroquizante de la Casa de América de Madrid, Lucrecia Martel coincide en que lo más importante en esa frase es el “pero”, toda una marca de la brecha entre el interior argentino y la capital. Martel tampoco es porteña. Nació en Salta en 1966 y sabe de qué hablaba Di Benedetto, que proyectó en Zama esa tensión entre periferia y centro. “Argentina centralizó la cultura y la economía y legitimó todo lo que pasa en Buenos Aires. Todas las medidas se toman con un desconocimiento enorme de lo que pasa en el resto del país. A cualquier escritor o cineasta que viva en su provincia le cuesta acceder a otros circuitos”. Ese “desarrollo desparejo” tiene además una consecuencia: la homogeneidad estética. Por eso el estreno en 1995 del primer corto de Lucrecia Martel –Rey muerto, una historia de resistencia antimachista- causó tal impresión que muchos no daban crédito. “Me preguntaban si yo era colombiana”, recuerda ella con media sonrisa. “En Latinoamérica es enorme el descalabro de representación de grandes sectores sociales. En la televisión no están presentes los indígenas. El mundo audiovisual es tan de clase media y blanco… Esa es una pobreza que arrastra nuestro cine”.

Diego de Zama, solitario a la fuerza, espera noticias de su mujer mientras tiene un hijo con una india. La interpreta María, que no es actriz profesional sino la hija de un chamán guaraní de la provincia de Misiones. O sea, “una aristócrata”. De oficio: “alfabetizadora”. Trabajar con ella, explica Martel, “fue delicado porque es difícil encontrar un terreno común con alguien humillado por su propio país, del que es ciudadano desde hace dos siglos. Están tan en carne viva sus reclamos que es difícil conversar: vos sos la que se mueve en auto, la que llega, la que se va, la que tiene comida; ella, la que apenas te deja pasar a su casa porque no es la costumbre y porque le incomoda no tener cosas para ofrecerte. Pero un día encontramos ese terreno común. Le dije: ‘Contame un sueño y yo te cuento uno’. Cada ser humano es un continente de cosas que suceden en la noche y que nadie puede someter del todo. En ese terreno había un pie de igualdad, ahí la plata -el dinero, como dicen ustedes- no vale nada. No por ir a Harvard sueñas mejor”.

Zama es la cuarta película de Lucrecia Martel y la primera sin piscinas, familias ni médicos. También sin la presencia de la religión. Esto último fue difícil de lograr tratándose de una historia ambientada en la América española de 1790. Pero fue algo premeditado. Le costó, admite la cineasta, porque había cruces hasta en los muebles de época que consiguieron para el rodaje: “Quería dejar fuera a la Iglesia porque en nuestra historia, desde la Independencia, es fácil achacar todos los males al colonizador y no detectar los que no quisimos abolir cuando ya éramos independientes porque implicaba perder un montón de privilegios para las familias que gobernaban. La ausencia de la Iglesia me permite focalizar en el comportamiento civil”. Está contenta con el resultado: “Una ficción no tiene la obligación de lo documental sino de incitar a la reflexión, si no ¿para qué es? Aunque busque también el entretenimiento”. El problema surge, apunta Martel, cuando entretener se convierte en el fin absoluto. ¿Vivimos en la dictadura del entretenimiento? “Sí. Y las series de televisión ahondaron en eso. Yo me la paso hablando de las series con espanto porque la gente no se da cuenta de que son un retroceso. La televisión mejoró, cierto. Basta comparar Dallas con Breaking Bad. Pero en términos narrativos de imagen y sonido, lo que se había conseguido ya con los documentales y ciertas películas era más rico que lo que están haciendo las series, que son otra vez el puro argumento, una estructura mecánica y decimonónica por más que esté bien hecha. Las series nos han devuelto a la novela del siglo XIX. Es fruto del momento conservador que estamos viviendo. Se arriesga menos».

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